domingo, 23 de agosto de 2009

SPIRIT SE HA IDO DE VACACIONES Y HA DEJADO LAS LLAVES DEL BLOG A...HELIOS DE JUDE (III Y FIN)

Lo prometido es deuda. Quería darle un poco más de cancha a los panfletos, que me parecen magníficos, pero en su extrema generosidad Helios de Jude también me ha enviado un relato que, como todo lo que hace el Maestro, es magnífico. No soy mucho de relatos, por que creo que el proceloso mar de la red está lleno de ellos, pero claro, ninguno como éste. No hay fotos ni dibujos, que mejor desarrollar libremente la imaginación. Si os da pareza por que es muy largo, os sugiero que hagáis un copia y pega en papel, lo imprimáis y vayáis leyendo tranquilamente en el metro, por que vale la pena.
Y con esto acabamos las firmas invitadas. El viernes que viene el blog retomara sus derroteros habituales...es decir; yo y mi egocentrismo como estrellas absolutas. Agradecerle a las firmas invitadas su colaboración, aunque todas ellas hayan incumplido la regla de oro de toda sustición y hayan sido mejor que el escritor titular, pero bueno, la vida es dura y si con ello se ha podido disfrutar de los escritos de P´Gell, Frankie y Helios/Dejud pues qué le vamos a hacer...soy tan buena persona que incluso estoy dispuesto a pagar por ello el precio de ser humilde. El viernes que viene, sobre el machismo, con paridas malas, idas de olla, manipulación documental, párrafos largos y esas cosas marcas de la casa.

EXCESO EN EL EXPRESO

(De viaje sin equipaje)

Hay historias que aunque pase el tiempo permanecen indelebles en la memoria. Como clavadas con chinchetas en el cerebro. Eso sucede con esta que hoy me atrevo a contar por primera vez, pese a haber transcurrido ya largo tiempo desde que sucedieron los hechos que narro, pues cuanto en ella sucede es tan fantástico, sorprendente y extraño que quien lo lea podría pensar que fantaseo. Nada más lejos de la verdad. La aventura, aunque improbable, es totalmente cierta, o al menos, por cierta la he tenido durante todos estos años que me ha acompañado como el recuerdo más preciado de mi vida, el que más a menudo acude a mi mente, el que, aún hoy, más me acalora y excita. Sucedió hace tanto tiempo que aún se vendían revistas porno en los quioscos, pero la sigo teniendo tan presente como para ser capaz de relatarla con pelos y señales aporreando el teclado del ordenador.

Por mi profesión me veo obligado a viajar con frecuencia. Hasta aquel día lejano siempre lo había hecho en avión, que me parecía un método rápido y eficaz y que me permitía, si las circunstancias lo requerían, desayunar en Madrid, comer en Barcelona y cenar en San Sebastián. Pero cuando en uno de esos viajes, en medio de una fuerte tormenta que me pilló en un vuelo Las Palmas-Barcelona, llegué a la conclusión de que la prisa es un ciempiés que nos gana siempre por la mano y nos come las entrañas, comprendí que no merecía la pena el esfuerzo de las carreras en taxi para llegar al aeropuerto antes del cierre del vuelo.

Decidí entonces cambiar mi sistema de transporte y aceptar, por una vez y a modo de prueba, los tan anunciados servicios de RENFE. Si bien es verdad que ese gesto era una decisión profesional, también era, debo confesarlo, un intento de redescubrir un placer que ya tenía olvidad: el de las noches en coche cama, que no practicaba desde mi viaje de novios hacía ya más de veinte años.

A llegar a la estación miré el reloj del vestíbulo central y comprobé que aún faltaba algunos minutos para que el guardabarreras diera la salida con su banderín rojo. Aproveché los últimos minutos para comprar algo de literatura ligera, que una noche tan aventurera como la que Wagon Lits me ofrecía parecía la más indicada para disfrutar del placer de lo intrascendente al ritmo monótono que marcarían ruedas, vías y traviesas. Junto al periódico del día, que no había tenido tiempo de leer, también me agencié un Mortadelo, que no recordaba muy bien si ya había leído en la colección antigua que tiene mi hijo, ya veinteañero, y la última ración de escándalos erótico-financieros que ofrecía una seria revista de información general. Además, compre un par de ejemplares de SadoMaso y Sumissa, bizarras publicaciones de la época sobre el SM.

Antes de decidirme, pasé una y otra vez por delante del quiosco de la estación, observando de reojo el variado material que ofrecían y esperando que se marcharan las dos señoras que se debatían entre el Hola y el Super Tele. En realidad, desde un principio había decidido comprar algo porno, pensando en darle algo de calor a la fría noche en soledad que me esperaba, pues no sabía por qué, quizás por aquello del viaje de novios, las palabras noche y coche cama se juntaban en una amenaza de lujuria. Solitaria, pero lujuria al fin y al cabo. El resto lo había cogido para disimular, pero no sirvió de nada, El quiosquero, que resultó ser una señora ya entrada en años, aunque menos que en carnes, carirredonda y cejijunta, al descubrir las revistas entre las demás publicaciones inocentes me echó una despectiva mirada a medio camino entre el asco, la ofensa personal y esa mística caída de ojos que acaba por convencer a todo bicho viviente de las virtudes del rezo continuado del rosario, y las colocó bien visibles encima de todo.

Ya lo he dicho, y si no lo he dicho aprovecho ahora para hacerlo ahora: soy un hombre normal. Ni pobre ni rico, ni listo ni tonto, ni viejo ni joven, ni gordo ni flaco, ni calvo ni con pelo. Casado pero mal follado. Dos hijos repelentes y gorditos, un crédito, una hipoteca y una tarjeta del Corte Ingles. Pago mis impuestos haciendo todas las trampas que puedo, y en tiempos adolescentes tuve relaciones más que platónicas con un compañero de colegio al que daba gusto besarle el pene descapullado y lustroso en los lavabos del segundo piso, mientras el padre Manuel estaría en clase pellizcando en la entrepierna al empollón de turno, al tiempo que de sus labios surgía, docto e impenetrable, el teorema de Pitagotas. Ya digo: normal. Incluso vulgar, si nos pusiéramos muy exigentes. Pero tengo un secreto que sólo yo conozco y ahora comparto con ustedes: desde adolescente me mato a pajas con las revistas porno y otras lecturas e imágenes incandescentes.

Los sexos exultantes de las revistas suecas me han humedecido el glande desde que, siendo un adolescente granujiento, me las agenciaba clandestinamente, y a precios abusivos para mis jóvenes bolsillos, en los puestos del rastro madrileño. El zafio relato de una revista vulgar me excita tanto, al menos, como el más jocoso pasaje de Fanny Hill. El cuerpo aceitado y el sexo descomunal y refulgente de un negro altivo, que sodomiza a un blanco de peludas nalgas en la celda de una orgiástica prisión californiana, ha deparado a mi no tan dotado miembro viril --he de reconocerlo con no poco pesar y congoja – algunas de sus más gozosas corridas. Y aunque no desdeñe el lesbianismo o la coprofagia, ni cierre escandalizado los ojos ante el bestialismo que no resulta demasiado tosco, ni dejen de interesarme el fetichismo, la lluvia dorada, el travestismo o la simple y sencilla orgía literaria, lo que de verdad no puedo aguantar sin que me estallen las venas del pene es todo ello mezclado en una buena historia de humillación y entrega total.

Muchas veces he pensado que esta afición mía puede deberse a que las siglas de la pedante palabra que la define: Sado-Masoquismo, coincide significativamente con las que marcaban como un hierro de tortura la editorial de mis libros escolares, todos ellos, siempre y desde el primer curso, de la editorial SM. La asociación de las primeras pajas escolares a esas siglas ha debido marcar mi sexualidad para toda la vida. Y como mi señora es una santa, no porque yo lo diga o el tópico lo reclame, sino porque fue educada por una madre catequista y eso marca de por vida, y no puedo llevar a cabo mis fantasías en familia (y no tengo los cojones necesarios para comer paella fuera de casa), debo desfogarme en los libros y revistas que alimentan mi vicio más secreto.

Me he sentido otro hombre degustando aquel momento de la Historia de O en el que Sir Spencer atiende una llamada telefónica en su lujoso despacho al tiempo que acaricia con un dedo el sexo abierto, rojo y húmedo, de una O desnuda y depilada, mientras que la cadena que atraviesa el labio derecho de su vulva, recordatorio permanente de su sumisión y entrega, tintinea sobre la mesa brillante y fría del despacho del inglés al ritmo que marca el movimiento pausado y continuo de la mano masculina.

También he gozado como en carne propia la sensual alegría de Grushenka sodomizada con cruel indiferencia por aquel malvado secretario que, como todos los viciosos taimados y cobardes, acabará castigado algunas páginas después. En más de una ocasión la velocidad de mis dedos ha sido superior a la de mis ojos leyendo la forma en que el cándido pero perverso protagonista de Orgía en el rancho, previamente sometido a un sofisticado e implacable proceso educador, saborea bajo la mesa los jugos amorosos que su domador acaba de soltarle en la boca mientras charla amigablemente con sus invitados en una comida de negocios.

A la salud de tantas aventuras eróticas sobre papel impreso fueron incontables los amaneceres húmedos, los atardeceres mojados y las furtivas masturbaciones en los lavabos de la oficina, entre papeleo en la mesa y visita a la recepción, o en los retretes de algún bar cochambroso cuando la urgencia acosa. E incluso en los servicios de los aviones, entre almuerzos de plástico y avisos finales de "abróchense los cinturones de seguridad, apaguen los cigarrillos y permanezcan con el respaldo de su asiento en posición vertical".

En verdad todo esto son elucubraciones posteriores, pues no pensaba en nada de lo anterior al subir al tren. Lo de teorizar sobre mis pajas me vino luego, con la edad, y ha sido después, al reflexionar una y otra vez sobre lo que me sucedió aquella noche, cuando he llegado a esas conclusiones, que bien podrían ser, por otro lado, gratuitas. En aquél momento mi única preocupación era subir las escalerillas del vagón sin tropezar.

El revisor me acompañó hasta mi departamento, el nº 7, que nunca olvidaré. Como soy tímido, dudé entre darle propina o no. A1 fin se la di, y creo que me quedó agradecido hasta la muerte por mi desproporcionada generosidad. Me introduje en el camarote del coche cama como en el tubo lanzatorpedos de una película de submarinos de aquellas de antes, dejé la maleta en su sitio y me tendí en la cama a la espera de que el tren iniciara la marcha. Cogí una de las revistas y empecé a ojearla. Un suave número de exhibicionismo para abrir boca: dos chicas que jugaban lujuriosamente con sus sonrosadas desvergüenzas frente a una ventana abierta ante los atónitos ojos de media docena de viandantes anónimos que, al final del cuento, acababan por inundarlas con los efluvios provocados por la exhibición. No estaba mal. Un ligero endurecimiento que anunciaba progresivas turgencias fue el primer efecto de la lectura.

Luego seguían media docena de cartas, más sosas que un cubito de Starlux disuelto en el Manzanares, y un consultorio sexológico en el que un médico sospechoso aconsejaba a un más que inverosimil jovencito sobre la sumamente improbable manera de curarse lo que el docto aconsejante, mezcla de pampero argentino y sacerdote de vudú, definía como "complejo Luky Luke", consistente en correrse antes que su sombra. Tenía gracia, pero la sonrisa tiene la contraindicación de devolver al estado de flacidez el miembro más enhiesto. Siento decirles esto, pero es lo que pienso, aunque no quiero que se interprete como una crítica: el humor está reñido con el ardor; si pretenden conseguir el ardor de los lectores prescindan del humor los escritores.

Seguí ojeando y las cosas llegaron a su punto deseado. Tras unas páginas en color, en las que, con no demasiada fortuna, se intentaba recrear fotográficamente una escena sadomasoquista en un castillo medieval; la historia de la violación de un tierno camarero de motel de carretera, llevada a cabo, con singular brutalidad y desprecio de los buenos modales, por dos camioneros de pelo en pecho y pichas implacables, sirvió para levantar a una considerable altura la tienda de campaña que se iba formando, sin prisa pero sin pausa, en mi pantalón.

Pero lo que ya acabó de enervarme fue la supuesta carta de un masoquista recalcitrante que, gozoso y atemorizado, había encontrado en una cafetería plastificada de las Ramblas barcelonesas a la tiránica y cruel dueña de su vida. La carta contaba de qué manera la sofisticada y altiva dama, vestida de cuero, como dictan las normas, le había reclutado públicamente en una cafetería, tras humillarle delante del camarero y una pareja de pulcras ancianitas que tomaban infusiones de menta en la mesa de al lado, y cómo le obligaba a acompañarla hasta su casa, desnudo, silencioso y sumiso, en el asiento trasero de su todoterreno; con que autoridad le dejaba solo en una habitación oscura tras haberle atado a una silla, insertado en un gran pene erecto de madera que le desvirgaba, dolorosa y placenteramente, el último reducto de su masculinidad.

Hasta ahí llegué. La tienda monoplaza de mis pantalones alcanzaba ya, pese al frágil mástil que la sostenía, el tamaño de una jaima árabe, pero aún quedaba noche por delante y no estaba dispuesto a derrumbarme ya en el sueño con una corrida tan temprana. Además, las alubias de la comida ya llevaban tiempo exigiendo salir a tomar el fresco y mi cuerpo exigía expulsarlas con urgencia.

Ya aliviado en el retrete del vagón regresé a mi cubículo. Decidí volver a mi departamento. El pasillo parecía una alineación perfecta de cámaras frigoríficas. Apenas había comenzado a andar cuando observé una figura que, al fondo del pasillo, salía de una de las puertas y se perdía por el otro extremo. Me intrigó aquella sombra vaporosa, pues no otra cosa era lo que vi, que desapareció rápidamente de mi vista, y quise saber de dónde procedía. Todas las puertas estaban cerradas excepto una: la mía, que con las urgencias fisiológicas había dejado entreabierta. Instintivamente comprendí que era de allí y no de ningún otro sitio de donde había salido aquella sombra misteriosa y excitante: Y me preocupé, pues con las prisas había dejado abierta encima de la cama la revista que estaba leyendo. Cualquiera podía haberla visto, y si quien fuera había salido de mi cuarto sin duda la habría ojeado.

Sentí que me ponía rojo hasta los cabellos. Cerré bien la puerta con todos los cerrojos que encontré y decidí que, puesto que no me había visto a mí, poca vergüenza podía darme que hubiera descubierto la revista. Vaya por dios, un pajillero anónimo, pensé que pensaría. Al día siguiente, al llegar a Madrid, abandonaría el departamento antes que nadie y así, fuera quien fuera la dama en cuestión, no podría relacionarme con el lector de tan depravada publicación. De momento tenía otras cosas que hacer, aunque el sobresalto que acaba de sufrir no contribuyera, precisamente, al precalentamiento que necesitaba.

Ya calmado me desnudé completamente. Puse al alcance de la mano la bata que mi mujer siempre se empeña en incluir en mi equipaje, y que yo rara vez utilizo, y me dispuse a terminar la placentera tarea que tan desagradablemente había interrumpido la urgencia de los retortijones.

Sin embargo, no conseguía concentrarme lo suficiente en la lectura. La historia del masoquista captado en plena cafetería de las Ramblas, que tanto me había excitado antes, se me presentaba de repente como carente de interés. La acción avanzaba torpemente con un innecesario despliegue de látex, cueros, coprofagias y azotes y más azotes que, si nunca resultan demasiado creíbles, allí tomaban el aspecto de un guiso pasado hasta el encostramiento. O tal vez fuera que mi libido se había quedado encerrada en el retrete mirándose al espejo. Solo la extraña sombra que había salido tan furtivamente de mi departamento me intrigaba y me creaba un cierto morbo de baja intensidad.

¿Quién era aquella persona? ¿Qué buscaba en mi departamento? ¿Habría visto la revista? ¿Qué habría pensado de mí? ¿Creería que soy un depravado? ¿Y si, por casualidad, compartiera mi aficiones? ¿Qué podría pasar? Daba vueltas y más vueltas en mi cabeza a estas y otras interrogantes y así no podía prestar atención a las aventuras de la revista, porque lo que me la ponía dura en ese momento no era lo leído, sino lo cavilado.

Cuando estaba ya a punto de apagar la luz y cambiar los brazos de Afrodita por los de Morfeo escuché otra vez golpes persistentes en la puerta. En un principio pensé hacerme el dormido y dejar que se marchara el inoportuno visitante, pues estaba seguro que se trataba del revisor. La insistencia en la llamada, sin embargo, me obligó a levantarme, aunque me vestí previamente.

(2. La sorpresa de la Condesa)

Lo que vi en la puerta me dejó perplejo. Un camarero, que sin duda no pertenecía a la plantilla de RENFE, pues no llevaba la clásica chaquetilla blanca, sino una especie de librea roja con brillantes hombreras, que se completaba con un pantalón negro, zapatos de igual color y guantes blancos, me miraba. Una calva de brillo impoluto coronaba su buena estatura y un bigote casi grotesco, un enorme mostacho que le asemejaban a un húsar de las antiguas películas de Sissí, le convertían en un personaje singular.

-La Condesa Lindowski le invita a visitarla en su vagón privado.

Soltó el gigante sin mayor preámbulo. Estuve a punto de mandarle a matar cosacos con Miguel Strogoff, pero me di cuenta de que la tal Condesa no podía ser otra que la extraña visitante de mi departamento y se me dispararon los relés de la imaginación. Al momento siguiente andaba tras el extraño camarero por el pasillo.

La entrada en el vagón contiguo me dejó de una pieza. Aquello era totalmente diferente a cuanto había visto hasta entonces en tren alguno. Parecía que me hubiera sumergido en un viaje a otro tiempo. La entrada del vagón era un pequeño y coqueto gabinete. Un vistoso tresillo de época, no se de cual porque yo soy de ciencias, ocupaba una de las paredes. Las ventanillas aparecían cubiertas por gruesas cortinas verdes y el suelo estaba enmoquetado totalmente. El gigante me ordenó – la amabilidad no era su mejor virtud – que me desnudara y esperara allí mientras avisaba de mi llegada a la Condesa.

El cosaco dio media vuelta sin dirigirme ninguna otra palabra y atravesando una puertecilla disimulada tras un espejo pasó al departamento adyacente. Yo estuve de nuevo a punto de dar media vuelta y volverme por donde había venido. Aquella situación, pese a haberla deseado durante largas masturbaciones de sueños sadomasoquistas, me asustaba realmente y, lo que era peor, me hacía sentir una rara sensación de ridículo que me avergonzaba aún más. Sin embargo, pudo más el morbo que el temor y decidí seguir las órdenes. Me desnudé dándome cuenta de que temblaba sin poderlo evitar. Un resto de miedo o de pudor hizo que me dejara puestos los calzoncillos, una prenda que, pese a ser minúscula, me ofrecía cierta protección en aquel ambiente extraño.

Cuando el criado regresó había pasado un buen rato. Me escrutó con ojos críticos y se fijó en que me había dejado los calzoncillos puestos. Temblé ante su mirada, pero el hombre no dijo nada, se limitó a sonreír fugazmente y a indicarme con un gesto que pasara por la pequeña puerta que daba acceso al resto del vagón. Entramos en un lujoso salón-dormitorio, en el que lo que más me llamó la atención fue una enorme cama con un baldaquín, lujosamente decorada, en cuya cabecera destacaba un cuadro de gran realismo que representaba a una ambigua mujer cubierta de pieles, a cuyos pies yacía, desnudo, un hermoso efebo encadenado de cuello y manos. A estas alturas ya no tenía la menor duda de dónde me había metido de manera tan casual y la excitación había superado cualquier clase de miedo o pudor. Mis calzoncillos mostraban con su abultamiento la cualidad de mis pensamientos.

Tras esperar allí unos momentos, apareció la Condesa envuelta en una ajustada bata de seda negra, medias con liguero y un corsé que dejaba sus senos al aire. No tuve la menor duda, era la sombra del pasillo, pues aunque sólo la había visto de espaldas, había algo en ella, un halo de poder y fascinación, que la hacía inconfundible. Era hermosa. Alta, morena, de tez aceitunada y acentuados rasgos eslavos, sus caderas eran poderosas, sus piernas firmes y sus senos, grandes y plenos. Se acercó a mí y me observó fijamente. Sin decir ni una palabra me cruzó el rostro con la fusta que llevaba en la mano y un ramalazo de agudo dolor me atravesó la cara. Intenté alzar las manos en un gesto instintivo de resistencia, pero apenas había iniciado el movimiento, los brazos fuertes y musculosos del gigante, que se había situado detrás de mi, me atenazaron y me dejaron inmovilizado. La Condesa, utilizando en esta ocasión la mano, me abofeteó un par de veces y luego preguntó, dirigiéndose al gigante con una voz profunda que me amedrentó:
-¿Le dijiste que se desnudara?

-Si, Condesa –. Contestó el oso aquel sin aflojar ni por un momento el abrazo de cosaco con que me sujetaba.

-¿Entonces porqué se ha dejado puesta esa prenda tan ridícula?
-No lo sé, Condesa.

-Está bien, habrá que apuntarlo para luego. De momento, déjale bien limpio y dispuesto.

Sin decir nada más, la Condesa dio media vuelta y se tendió en la enorme cama mientras el gigante me empujaba hasta un baño de reducidas dimensiones. Una vez allí me soltó, me metió debajo de la ducha y sin demasiadas contemplaciones me enjabonó y restregó con un duro estropajo de esparto, que puso mi piel al rojo vivo, centrándose especialmente en mis partes íntimas. Enjabonó mi sexo e introdujo uno de sus gruesos dedos en mi ano sin contemplaciones.
Di un respingo, pero el gigante sólo sacó el dedo tras limpiarme en profundidad, como si aquello fuera un trámite impersonal y desprovisto de interés, pero cuando ya me hubo secado y perfumado abrió un armario que ocupaba toda una pared del pequeño baño y extrajo varios instrumentos de uso sexual que colocó sobre la repisa de mármol del lavabo.

Lo primero que vi fue un remedo de pene de mediano tamaño y material oscuro. ¿Será de baquelita? me dio tiempo a pensar recordando Historia de O, pero no, era de látex. El gigante tuvo entonces su único rasgo humano: "será mejor que lleves esto, tendrás que acostumbrarte", me dijo con un tono de compasión en la voz. Luego procedió a introducir aquel artilugio en mi trasero, dejándolo bien ajustado gracias a la depresión en su grosor que había en uno de los extremos. Aunque aceitó el estrecho conducto, virgen hasta aquel momento, todo sea dicho, la penetración de la pieza de látex, que resultaba suave y elástica, forzó mi anillo y abrió mis interioridades al sentirlo avanzar con una mezcla de dolor y ansiedad nada desagradable. Me puso luego correas en el cuello, muñecas y tobillos y pasamos de nuevo a la habitación tras hacerme beber una copa de un líquido azucarado y fuerte. Mientras me preparaba, el gigante me había comunicado lo que tenía que hacer: lo primero de todo arrodillarme delante de la Condesa y acariciar con mi lengua su sexo hasta que me diera una nueva orden.

Allí estaba ella, tendida en la cama en actitud relajada. Había dejado a un lado la fusta y leía distraídamente un libro mientras se acariciaba los pechos pellizcándose los pezones. El criado que me llevaba de la correa me colocó a sus pies, a cuatro patas, tras taparme los ojos con una venda. A continuación me hizo avanzar la cabeza en dirección a la entrepierna de la Condesa, que había abierto sus muslos y me esperaba. Los recorrí con la lengua, ascendiendo lentamente por ellos a la espera de encontrar su sexo rojo y seguramente ya abierto, húmedo y oloroso. Pero de repente mi rostro tropezó contra algo que no esperaba, ¡oh, sorpresa!: no una raja jugosa y blanda, sino una imponente columna de carne profusamente troquelada por prominentes venas rojizas que la rodeaban, coronada por la suavidad húmeda de un lustroso glande goteante, alzada como una torre de Pisa sin balcones sobre el depilado pubis que recorría mi lengua.

La Condesa no dijo ni una palabra durante el largo tiempo que estuve en esa posición, recorriendo con mi boca la prueba palpable de su ambigüedad e indefinición. El arnés que me desvirgaba me dolía un poco y mi posición a cuatro patas, enterrada la cabeza entre los muslos de la mujer que de repene había dejado de serlo y totalmente expuesto a la vista del gigante, a quién sabía a mis espaldas, no podía ser más humillante, lo que no bajaba precisamente mi turgencia sexual. Cuando más ensimismado estaba en devorar el turgente sexo de la Condesa, labor que había ejercido un poder casi hipnótico en mí y no me dejaba pensar en otra cosa que no fuera satisfacerla rápidamente, noté que tensaba ligeramente el vientre y las piernas. Me sujetó la cabeza y me la metió hasta la garganta. Contuve el vómito, y sin el menor aviso, un torrente de semen, cálido y amargo, estalló en mi lengua y me llenó la boca. Instintivamente hice ademán de retirarme, pero solo fue un momento. Me encontraba en tal estado de excitación que aquello era precisamente lo que más deseaba en el mundo, y la corrida de la Condesa resbaló por mi cara, inundó mi boca, se salió de los labiosy escurrió sobre su depilado pubis, que hube de limpiar con la lengua de inmediato.

-Vaya, veo que has aprendido pronto. Me ha gustado, pero eso no te va a evitar el castigo por haberte presentado ante mi con esa pinta de adultero sorprendido in fraganti por un esposo cornudo. Es demasiado vulgar, por mucho que tengas tan buena boca para follártela--. Dijo la Condesa mientras me daba un empujón con el pie, tirándome de la cama, y se dirigía al baño tras levantarse y darle la orden a Igor, el gigante, al que por primera y única vez escuché llamar por su nombre, para que lo dispusiera todo.

Me quedé tirado en el suelo. Igor dio dos palmadas y por la puerta entró un hombre más o menos de la misma catadura que él. Con toda frialdad me cogieron entre los dos y colocándome contra una de las ventanillas del vagón sujetaron mis brazos y pies a unas barras que había encima y debajo de ella, dejándome abierto y desprotegido. La cortina estaba descorrida y las luces del vagón encendidas, era de noche y el paisaje oscuro pasaba a toda velocidad ante mis ojos. No pude dejar de pensar que cualquiera que estuviera en el exterior podría verme en esa vergonzosa postura, aunque sólo fuera fugazmente.

No había oído nada detrás de mí cuando un fuerte dolor me atravesó el glúteo derecho al tiempo que el restallar de un látigo llegaba hasta mis oídos. Fue como un relámpago eléctrico que hubiera dejado una estela de trueno en la noche. Primero el agudo mordisco del cuero, que se amoldó a mi cuerpo y me hizo soltar un agudo grito de dolor, luego un fuerte escozor, que se fue apagando lentamente sin que llegara ningún otro golpe. Yo no sabía que pensar, si sería el único o todavía quedarían más. Nadie decía nada. Un dedo suave recorrió con lentitud el surco que debía haber dejado el látigo. Cogiéndome del pelo, una mano tiró hacia atrás de mi cabeza y quedó ante mi vista la cara de la Condesa que mostró a mis ojos humedecidos por el dolor el rastro de sangre que le había quedado en la yema de los dedos.

-Tienes la piel muy fina, pero el castigo no va a ser menor por eso –, dijo, y luego añadió, dirigiéndose a Igor--: Veinte por detrás y otros tantos por delante. Y ponle una mordaza, no quiero escuchar sus gritos.

Tras taparme la boca volví a quedar de nuevo con la cabeza pegada al cristal. Pasábamos por delante de una estación cuando el segundo latigazo atravesó mi espalda. El dolor me impidió saber si había alguien en aquel momento en la estación, que, eso si lo recuerdo, estaba totalmente iluminada. Uno tras otro, los latigazos restantes cayeron sobre mí sin piedad. La mordaza estaba totalmente mojada por mi saliva y mis lágrimas, que no había podido evitar. La turgencia de mi sexo era, no obstante, sorprendentemente dura, y unos churretones de humedad pegajosa manchaban el cristal allí donde mi masculinidad había entrado en contacto con la ventanilla.
Tras el primer castigo, Igor me desató de pies y manos y me dio la vuelta. Al principio, con la turbación y los ojos enrojecidos por el llanto, no pude ver lo que pasaba frente a mí, pero cuando el gigante hubo repetido la acción de atarme, esta vez de frente, pude distinguir a la Condesa tendida en la enorme y lujosa cama. Se encontraba abierta de piernas y sobre ella, desnudo, enorme y musculoso, el segundo de los criados, que se balanceaba sobre ella, haciendo entrar y salir en su agujero la enorme columna de la Condesa. Su trasero, musculado y brillante por el sudor, se movía como un pistón sobre el cuerpo tenso de la dama, que golpeaba con sus manos la cara del criado como si le quisiera espolear en su cabalgada.

Cuando se apercibió que me habían dado la vuelta, la Condesa hizo parar al criado, que se descabalgó de su polla, y se colocó a los pies de la cama, a cuatro patas y mirándome fijamente. Mantuvo sus ojos clavados en los míos y yo no pude sino bajar la mirada mientras escrutaba todo mi cuerpo: mis manos, flácidas y vacías atadas en lo alto de la ventanilla, mi cara sudorosa y mi boca amordazada, mis ojos llorosos y mis piernas abiertas, y sobre todo mi sexo, mi sexo levantado, pleno, dolorosa y gloriosamente erecto, a punto de estallar pero, por otro lado, incapaz de hacerlo.

El criado se colocó detrás de la Condesa y con gran cuidado le introdujo su enorme miembro en el pozo más oscuro del amor. Sin dejar de mirarme, ella se acomodó para sentir más profundamente la potencia del macho. Un nuevo azote, en este caso de una especie de látigo de siete colas, que restallaron, secas y cortantes, sobre mi pecho. De nuevo me había pillado el golpe de improviso y no pude evitar un estremecimiento de dolor que me recorrió entero. En los ojos de la Condesa surgió un destello de placer, y golpeando sus rotundas nalgas con fuerza contra el criado, se introdujo el miembro del hombre hasta lo más profundo. Cada latigazo fue un estremecimiento de dolor para mí y de placer para la Condesa. Igor permanecía impasible con el azote de siete colas en la mano, dejándolo caer sobre mi maltrecho cuerpo de forma irregular, como si los latigazos coincidieran con los temblores de placer de la Condesa.

El último azote, que golpeo sin aviso mi erguido sexo y mis testículos recogidos y llenos, fue el momento en el que la Condesa llegó al éxtasis. Un espeso chorro de semen golpeó contra la colcha en interminables sacudidas, y su rostro se crispó en un gesto cruel y acerado que cambió pronto por una expresión de tranquilidad. Su cuerpo todo se tensó. Un grito profundo y un jadeo continuado salieron de su garganta mientras dejaba relajarse sus miembros y su cuerpo caía como desmadejado sobre la cama.

Yo quedé derrotado sólo de mirarla. Allí amarrado, con todo el peso colgando de los brazos y un dolor inaguantable y anestesiante que desde el mismo centro del cuerpo me recorría cada nervio, de los pies al último cabello, concentrándose en el sexo que apuntaba hacia delante como si quisiera independizarse de mí. Paso un momento. Todo quedó en silencio. La Condesa se incorporó y se sentó a los pies de la cama frente a mí. Sin tocarme acercó los labios a mi capullo y engulló mi sexo en un gesto glotón. Apenas pude resistir más de un par de embites. Mi excitación, reprimida hasta ese momento, estalló en un chorro de semen que golpeó el paladar de la Condesa, quien se levantó, lo dejó rezumar en su boca y luego lo hizo rebosar y caer sobre mis labios abiertos. El dolor y el éxtasis me hicieron perder el sentido.

No recuerdo más de aquel suceso. A la mañana siguiente me despertó en la estación de Chamartín la señora de la limpieza de los trenes. Estaba profundamente dormido en mi departamento, el nº7, pulcramente envuelto en mi pijama, con la revista tirada al lado de la cama y sin haberme dado cuenta de que habíamos llegado al final de trayecto. Tras vestirme y salir al andén intenté buscar el vagón en el que tan extraordinarios sucesos me habían ocurrido, pero no lo encontré o no supe identificarlo. Desde ese momento me han ido viniendo a la memoria todas las imágenes con una claridad extraordinaria, y aunque a veces pienso que fue tan sólo un sueño calenturiento, debido a la influencia de los relatos y las fotos que usted publica en la revista, las marcas de la fusta que quedaron en mi cuerpo me convencen de que todo fue bien real.

En cualquier caso, desde entonces no he dejado de viajar en tren, siempre de noche, siempre en coche cama, con la esperanza de que la Condesa se me aparezca por segunda vez. Y aunque el acontecimiento todavía no ha sucedido, desde aquel momento me apunté voluntariamente a la campaña de promoción de RENFE y aquí estoy, todavía llenando sus arcas con la VISA.

2 comentarios:

lunera{|Ar|} dijo...

Muy buenas a tod@s.
Dicen que de “tal palo, tal astilla” y esta vez no puede ser más cierto. Siempre he pensado que era un placer leerte Spirit, pero ahora veo que no eres al único que es un gustazo leerlo.
Muchas gracias al “Maestro” Helios de Jude por compartir con nosotr@s estos escritos y darnos estos momentos de agradable e instructiva lectura.
Saludos a tod@s

Amo Zeus dijo...

HOLA;

DESDE LUEGO, APARTE DE APRENDER DE TU MAESTRO LA SANA IRONIA, LA CAPACIDAD ORATORIA, EL "CAXONDEO", EL JUGAR CON LAS PALABRAS, EL RETORCER LOS ARGUMENTOS, LA TRANSGRESIÓN, LA INTELIGENCIA, EL TENER LAS COSAS CLARAS, LA PROVOCACIÓN INTELIGENTE...VEO QUE TAMBIÉN HAS APRENDIDO LA LONGITUD DE LOS TEXTOS!!

Y ES QUE EL RELATO ES LARGO DE NARICES...PERO ESO SI, ESTÁ MUCHO MEJOR DE LOS QUE HABITUALMENTE CIRCULAN POR LA RED, PESE A TENER DE PROTAGONISTA UNA BARONESA.

MIS RESPETOS A AMBOS