Tercera y última parte de mi gran odisea cósmica en busca de las Amas de la Historia. De nuevo repito; continúa directamente de los dos post anteriores, así que echarles un vistazo, a poder ser por orden;
Desperté junto al Marqués de Sade,
que tiene bastante más salero
y empieza a decir
aquello de que al deseo
no hay que ponerle frenos;
bien, gana un punto;
en eso estamos de acuerdo.
Y sigue su discurso
que para la búsqueda del placer
el otro es un instrumento
(y me mira un poco obsceno
como dejando entrever
que aunque hombre, gordo, y feo
bien le puedo valer
siquiera para un momento).
Y ahí me acojono un poco
por que ese pensamiento
la verdad es que está muy bien
cuando el otro, “otro” es,
pero no ando yo por en medio.
Así que mejor me escapo
que este tipo la palabra de seguridad
le suena a Esperanto
y tiene, con un gato,
más peligro que Bin Laden,
adiós, Marqués de Sade,
te dejo con tus sumisas;
nos vamos bien de prisa
antes de que se embale.
Madame Batthory
(o como se escriba)
era una perra de cuidado
que gustaba de bañarse en sangre
y a mí la sangre me da asco.
Por culpa de gente como esta
(aristocracia pérfida,
mandones abusones)
se hizo la revolución francesa
y aunque alguna que otra Baronesa
tenía su morbo y su aquel
por no tener cabeza
mejor lo dejamos correr.
Una lástima es,
por que a mí las pelucas
me excitan al ciento por ciento
(Si bien en plan putón, de colores
es como las prefiero;
aquí son todas blancas
poca imaginación tiene el pelo)
Y aunque esos corsets y vestidos
tienen, de fetichismo,
un grado más que medio
lo cierto es que sin cabeza
pierde bastante el cuerpo.
De todas formas, a María Antoñeta,
le doy mi número, no el móvil, si no el fijo;
pero se lo queda en la cabeza
y creo que lo ha perdido.
En la época Victoriana me veo
pues la disciplina inglesa
me causa un gran deseo
y es mi pasión y mi meta
me ponga rojo el trasero
un institutriz severa
que marca la letra a fuego.
Más veo que antes me he de aprender
la lista de los reyes godos
y la vara de avellano
siempre y en todo momento
es un poco monótono;
ni fetichismo ni bondage,
palo y palo dale que dale,
y nada de besar los pies;
vara en el culo una y otra vez,
joder,
con lo que mola ir variando
aquí sólo se va vareando
y el culo, ya sangrando,
pide a otro sitio volver.
En la segunda guerra mundial me hayo
y sale mi fetichismo enfermo;
me encantan los uniformes
aunque sea de vil sargento;
a ver si alguna nazi de buen ver
con botas y gorra me encuentro
que me encadene en su zulo
para un interrogatorio intenso;
le cantaré el desembarco
de Normandía en verso
susurrándole al oído;
“soy tuyo, te quiero”.
Más nada más aterrizar
se me fue el morbo al instante;
una cosa es fantasear
y otra estos animales.
Una cosa imaginarse
y otra estar en ello;
la estética está muy bien
pero esto no es ningún juego;
aquí la asfixia no es sensual
si no que le dan caña al gas
y te quedas bien tieso.
Ya compraré un uniforme
para mis juegos secretos,
bien en el zara,
bien en el mercado negro,
que aunque ni es lo mismo ni es igual
gano al ciento por ciento;
(pierdo realismo a la fantasía
pero gano con ello la vida;
no es mal trato, creo y pienso),
así que nada cabe añadir,
salvo pies, para qué os quiero.
Buscando a Rita Hayword
u otra Diosa del cine negro,
Ava Gagner, Bette Davis,
mujeres que son un portento
con sus vestidos de largo,
sus pestañas hasta el cielo,
su porte de mujeres fatales
que me ponen enfermo.
Al Hollywood clásico llegué
a ver si las encuentro.
Y encontrar las encontré,
más estaban despeinadas
recién levantadas,
con resaca
en nada glamoroso pijama
con alpargatas
(sin tacón)
y una mala leche del quince
a juego con el resacón
de la diva encaprichada.
Se me fue a tomar por viento
todo el glamour
que soñaba de pequeño;
cómo pierden al natural
estas hembras en celo,
sin la cámara y sin maquillar
son mostruos del Averno
(Y vaya la peste a tabaco
que echan en su aliento).
Programo la máquina
hacia un futuro incierto;
mil años hacia delante
más o menos, un milenio.
Al llegar a tal lugar
lo que me encuentro primero
es un mundo desolado
muy limpio, pero en silencio,
donde hombres- esclavos,
con collares en el cuello,
sumisos andan atareados,
siendo sirvientes y objetos
que ni piensan ni sienten,
ni tienen nada de sexo;
sólo un cinturón de castidad
que les cuelga bien prieto
recuerdan que un día fueron otra cosa
que un día en verdad vivieron.
De vez en cuando una nave espacial
sobrevuela por encima de ellos,
y con garras metálicas les atrapan
y los llevan dentro
y se oyen los gritos resonando
crudamente en el cielo.
-”Es esa nave están las Amas”-
-Me dice uno muy quedo-,
nos cogen cuando quieren
para sus oscuros juegos,
y mientras aquí esclavizados,
limpiando y en silencio”
-¿Pero qué es lo que ha pasado?-
pregunto con desconcierto;
-”La humanidad cayó,
hace más o menos un milenio
bajo el yugo de Elise Sutton
(
ver uno de mis posts primeros)
y desde entonces los hombres
vivimos como perros
sirviendo a las mujeres
como gusanos y objetos
adorando sin cesar
a nuestras diosas y dueños
sin nada más que pensar
que en fregar bien el suelo”
Dios mío, qué panorama,
no es esto lo que quiero
que a mi me gusta tocar
y dar algún que otro beso
y cada cosa es cada cosa
y tiene además su momento
(aparte que lo de limpiar
sólo cuando no ha más remedio)
a ver si ahora mi utopía
va a ser mi pesadilla
mejor me largo presto.
Pues nada, dejo la máquina,
vaya rollo de invento;
ni un rosco me comí,
ni por casualidad un acierto;
unos por siete de más,
otros por siete de menos,
la cosa es no acertar,
ni llegar al siete y medio.
Así que no lo pienso ni un instante,
con mi presente me quedo,
que bien mirado no está tan mal;
tengo lo justo en cada momento,
así que bueno, para viajar,
mejor me apunto al Inserso,
que aunque no tengo todavía edad,
cada vez me falta menos,
y dejo la máquina en su sito
y sigo con mis tebeos.
Spirit de Zoe, julio 2009
PD: La semana que viene, mira tú que gracia, resulta que el viernes es 24-7 , así que aprovecharemos la cuyuntura para volver a fueros de debate y sabiduría infinita para hablar sobre el día del bdsm. Hasta entonces, tengan cuidado ahí fuera y sean buenos o malos en su justa medida.
